lunes, 12 de enero de 2015

JULIÁN GAYARRE, un mito que continúa creciendo 125 años después de su muerte (II)


Se cumplen ciento veinticinco años de la muerte de Julián Gayarre y el mito aún crece haciendo inmenso a un grande de la historia del canto. De la actualidad de su rastro se ocupa con detalle la Fundación Gayarre, pero para revivir el ayer hay que acudir a algunos de los muchos escritos que lo evocan, a la cabeza de todos ellos las memorias escritas, en 1891, por Julio Enciso, amigo íntimo y albacea testamentario. Él fue quien, cumpliendo deseos del tenor, destruyó buena parte de la correspondencia más íntima antes de redactar un retrato cargado de afecto en el que la crónica se sucede con una intensidad contagiosa.
El relato culmina con lo sucedido tras aquel 2 de enero de 1890, en el que la Plaza de Oriente de Madrid apareció repleta de público custodiando la puerta de la casa donde falleció el cantante. Luego, el paso del cortejo fúnebre, por la calle Mayor y la Puerta del Sol, intransitables por la afluencia de gente y donde, bajo una intensa nevada, llegó el delirio tras el grito espontáneo de «¡¡Viva Gayarre!!». De ahí a los homenajes frente al Teatro de la Comedia, Español, Novedades, de la Zarzuela, Lara… Y, aún, en todas y cada una de las estaciones ferroviarias importantes hasta Pamplona y Roncal, el pueblo natal.
Allí había nacido 49 años antes resignado a ser pastor en las sierras del Pirineo y herrero en Lumbier, donde un día perseguió embelesado a la banda de música. Estudió en el Orfeón Pamplonés y, ayudado por Hilarión Eslava, llega a Madrid, donde progresa para acabar fracasando como corista en la Zarzuela. Es entonces cuando, gracias a la suscripción popular de sus paisanos, marcha a Italia, iniciando una carrera meteórica que le permite recorrer el país saltando a Rusia y Viena antes de debutar el 2 de enero de 1876 en la Scala de Milán con «La favorita», obra de su presentación en el Teatro Real. Desde entonces sólo se registran hazañas históricas.

Más de 60 óperas

Gayarre tuvo en repertorio más de sesenta óperas, estrenando «La Gioconda» de Amilcare Ponchielli y casi a punto de encargarse del «Otello» de Verdi. Todo ello en una época en la que el teatro era propiedad de los cantantes. Sin director de escena, sin escenografías específicas en muchos casos y con los divos usando su propio vestuario, la atención se centraba en aquel que era capaz de provocar en el oyente «escalofríos de conmoción… una experiencia angelical… del paraíso», según describió la soprano Gemma Bellincioni.
Más centrado en el análisis, el crítico Antonio Peña y Goñi escribió que Gayarre era «un tenor serio, de timbre varonil, vibrante, hermosísimoun verdadero huracán que arrastra cuanto encuentra a su paso… y capaz de apoyar la voz en la cabeza hasta convertirla diminuta y dulcísima». Con Gayarre se vuelve a las esencias belcantistas abandonadas en favor de voces más robustas y modernas.
Pero también se aclara que «el tenor mataba al personaje», pues Gayarre era un actor sobrio, que eludía el estudio minucioso y concienzudo de la dramaturgia, lo propio del hombre culto e intelectualmente inquieto. En eso revelaba su origen humilde, «una cierta rudeza indómita, honrada y brusca» que daba expansión a los medios que le había dado la naturaleza y despreciaba la instrucción, prefiriendo, en los descansos, jugar al mus o echar unas carambolas como el más insignificante y vulgar de los mortales. Hombre de «alma tan hermosa como su voz»: fiel a la familia, a los amigos y a Roncal, al que regaló unas escuelas públicas y un frontón donde él mismo jugaba. Así era en cercanía el republicano y el liberal, alguien abiertamente simpático ante todo lo vascongado, según se decía en la época, ya fuera la lengua o las costumbres.

«¡Esto se acabó!»

En 1958, Alfredo Kraus lo evocó en la famosa película de Domingo Viladomat, la mejor de las tres hechas a partir de su biografía. En ella también se recrea aquella fatídica noche del 31 de octubre de 1889, en el Teatro Real, cuando por dos veces rompió el do de la romanza de «Los pescadores de perlas». «¡Esto se acabó!», fueron las últimas palabras de quien ya se sabía enfermo.
En Roncal está el panteón-mausoleo esculpido por Mariano Benlliure bajo el que permanece el cuerpo embalsamado del que se extrajo la laringe para su estudio. Apenas queda otra cosa de una voz irrecuperable, imposible de reproducir, a pesar de que una revista de la época llegara a publicar la sorprendente noticia de una supuesta grabación captada en una lámina de plata, de la que se regalarían copias a los espectadores que acudieran al Teatro Real de Madrid a escucharlo cantar Meyerbeer. Algo digno de quien llegó a ser una leyenda en vida.

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