Al chico de la calle Campana
la púa le hizo feliz
la púa le hizo feliz
El suyo, con la bandurria y el laúd, ha sido un amor de ida y vuelta, de esos que no se olvidan aunque pasen años y crucen fronteras. Pamplonés criado en la calle Campana, toca con los Amigos del Arte, y con la Rondalla Armonía, sin rechazar otras experiencias, como su colaboración en el reciente disco de Juan Mari Beltrán. Reivindica un espacio para estos instrumentos en las escuelas de música.
PILAR FDEZ. LARREA Pamplona
"Los mayores placeres han sido en la música”, convence con su mirada Carlos Irigoyen, recién cumplidos los 60. Desde esta perspectiva se entiende que después de 33 años rescatara bajo su cama la bandurria que había aparcado, pero nunca olvidado. No fue un reencuentro sencillo. Tuvo que entrenar sus dedos, acomodarse de nuevo al instrumento, que ahora trata de preservar. Lamenta que no esté presente en las escuelas de música y no querría tocar su réquiem.
Carlos Irigoyen, de segundo apellido Palacín. “No llego a Palacio”, bromea él, nació casualmente en Burgos, donde su padre era encargado de obra con la constructora pamplonesa San Martín. Creció en la calle Campana, el menor de siete hermanos. Tenía en frente a Los Amigos del Arte. Se la imagina una alguna tarde, asomado a la puerta, escuchando aquella música que alegraba el Casco Antiguo. “Al ser el pequeño tenía muchas cuadrillas, estaba muy protegido en el barrio, un día Gutiérrez, un señor que repartía sal con un motocarro y era de Los Amigos del Arte me invitó a probar. ‘¿Sabes cuál es sol mayor?’, me preguntó. ¿La más grande?, respondí yo, deseoso de tocar la guitarra. ‘Halé, tú con la bandurria’, atajó él”. Estudió Primaria en la “universidad” de las escuelas de San Francisco, y luego a trabajar, los primeros ocho años en un taller de soldadura. Compaginó esos años con Los Amigos del Arte, donde coincidió, entre otros, con Joaquín Rodríguez, al que considera como “un segundo padre”.
“Mi hermano mayor, que me llevaba catorce años, tenía una bandurria, pero ya no estaba en condiciones, así que mi padre me dijo que compraríamos una, fuimos a Casa Luna y cogimos la más barata”, refleja las estrecheces.
Se hizo amigo de la bandurria y pasó muy buenos ratos con ella. Se libró del servicio militar, pero estuvo dos años fuera de Pamplona. A la vuelta se integró en la orquesta Amanecer. Eran los primeros años 80. “En 1984 murió mi madre y aquello fue el final, dejé la bandurria”, describe.
Hasta 2012. Entonces comenzó su nueva historia de amor con el instrumento. Fue algo también casual, en el barrio de San Juan, donde vive y donde coincidía con un músico de la Rondalla Armonía.
Con ellos sigue. Es el más joven. Y cree que estamos a tiempo de salvar no solo la bandurria, sino otros instrumentos de púa, como el laúd, también con un futuro entre nubarrones. “Hace 50 años en todas las familias había alguien que tocaba alguno de estos instrumentos. Y ahora se acaban”, lamenta Carlos y se rebela contra el empeño de algunos en mezclar hasta la música con la política. “Es un instrumento propio de España, sí, pero en Navarra tiene un peso importante, eso es evidente”, señala y pide que se integre en las escuelas de música, un paso imprescindible para que luego se pudiera profesionalizar a través del conservatorio.
Pocas rondallas
En este escenario, explica que en Pamplona apenas quedan rondallas. “Hay muchos coros, pero no rondallas”, matiza. Entretanto, pasa buenos ratos en la Rondalla Armonía, que ensaya en locales del club de jubilados El Vergel, al que agradecen la disposición y el apoyo. Confiesa sin reparo que la rondalla le ayuda a vivir y le aporta dosis de sabiduría en cada ensayo, de las personas que mantienen ilusión de seguir haciendo música cumplidos los 80. “De algún modo estoy convencido de que la música es terapia, al menos para mí lo es”, descubre emocionado Carlos Irigoyen, un hombre que, como tantos, ha sufrido reveses en el camino.
Una bandurria nueva
Habla de las escuelas de música, pero no piensa solo en los niños, también en adultos. “Creo que se apuntarían muchos y el que lo hace es porque lo quiere de verdad”, considera. “Yo mismo iría, nunca se acaba de aprender”, explica, mientras interpreta algunas melodías con el laúd, con un guitarrón y con la bandurria. “Aquella que estaba bajo la cama la volví a guardar. Me compré una nueva, a pesar de los 3.000 euros”, indica el precio, elevado porque es artesanía, y menciona el trabajo excepcional de un luthier de Logroño con estos instrumentos. Con su púa ha probado otras experiencias, como la más reciente, una colaboración en el último disco de Juan Mari Beltrán, ‘Itsasoaren Doinuak’.
Carlos sigue con los Amigos del Arte, con Otamendi. “Somos pocos, pero estoy a muerte con ellos”, subraya con esa mirada dulce, como si hubiera regresado a la infancia de la calle Campana.
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