SANFERMINES PARA SIEMPRE
Murió de accidente de moto a los 19 años vestido de pamplonica
Asistieron al último adiós el alcalde de Pamplona y el presidente del Gobieno de Navarra.
Decía Javier
Chourraut, Alcalde de Pamplona, al hacer balance de las fiestas 1995 que “la
tragedia forma parte de la esencia del encierro”. El escritor tudelano José
María Iribarren en 1970 vio en la cogida al torero Rafael Ortega “el
contraste brutal entre la fiesta y la tragedia, el duro cara y cruz de la vida
y la muerte, cuando el toro le hundió su cuerno izquierdo en la entrepierna, lo
alzó ¡espontáneamente!, galopó algunos metros, llevándolo ensartado y se lo
sacudió”. Los Sanfermines prolongaron ese tinte trágico las siguientes
horas del encierro cuando el día 10, en el ecuador de la fiesta, mi hijo Jorge
volvía a casa a reponer fuerzas. Algún problema mecánico de su ciclomotor, el
cansancio, el sueño..., en pocos segundos, provocaron una colisión contra un
camión trailer, tan grande que justo cabía en su carril, empitonándole con el
faro y lanzándolo mortalmente contra el andén, segando su joven vida.
“Mamá, me
quedan dos días de vacaciones y los quiero disfrutar a tope en Sanfermines”,
había pedido pues el día 10 estrenaba un nuevo contrato de trabajo por lo que
estaba radiante de felicidad.
“Jorge,
disfruta al máximo pero con cuidado”, le había dicho su madre en presencia
de una vecina, que le restó importancia con un “chica, todas las madres sois
iguales. Deja al chaval que disfrute sus primeros Sanfermines como mocico”.
Ese día 10 me
levanté como todos los anteriores a radiar el encierro en la curva de
Telefónica. Desayunamos todos los compañeros de Onda Cero en el Kiosko de la
Plaza del Castillo, comentando las incidencias del mismo pues nos había salido
bordado. Alargamos la charla cuando el sol brilla en las camisas blancas y en
los pañuelos rojos. De allí a casa, a
juntarme con la familia. Jorge, cosa rara, no había vuelto como todos los días.
Se levantó su madre y fue derecha a su habitación antes de darme los buenos
días.”Jorge no ha vuelto y no va a venir más”. Ese negro presentimiento
que tantas madres llevan en su cuerpo en los días de San Fermín desde el
disparo del chupinazo.
Al rato sonó
el telefonillo del portal y sentí la taquicardia del temor por la noticia. En
pocos segundos me desplacé al lugar del accidente donde me tocó consolar al
camionero de Híjar que lloraba amargamente tras hacer lo imposible por evitar
la fatal colisión. Me llevaron en el coche de la patrulla foral al Instituto
Anatómico Forense para reconocer a mi pobre hijo. La impresión fue tremenda,
llena de contrastes. Su rostro había recibido el impacto implacable del
violento choque. Pero su cuerpo, vestido de pamplonica, irradiaba juventud,
vida, frescura. “Este cuerpo atlético, precioso, no puede quedar así”,
me dije al tiempo que le daba, con el corazón partido por el dolor, el último
beso en su frente ensangrentada a modo de despedida para siempre de todos sus
seres queridos. Llamé a la Clínica Universitaria e hice donación de todos sus
órganos. Enseguida me manifestaron que iban a aprovechar sus córneas y huesos,
lo que me produjo una sensación de esperanza y dulce sosiego. Al mismo tiempo
di orden para que nadie más de la familia tratara de verlo para que la imagen
de Jorge fuera risueña, juvenil y alegre, como todos le conocíamos. El
batacazo, el fuerte “shock” sólo para mí, que ya era bastante.
“La muerte
tiene diez mil puertas distintas para que cada hombre encuentre su salida”,
decía John Webster. Mientras en la presa Tondoa de Huarte, nuestro pueblo
natal, el agua del Arga bajaba tan clara como la luz y el sol quemaba los
árboles que dan sombra a la orilla del río donde tantas veces se había
zambullido Jorge, muy cerquita, al otro lado, dejaba su vida en la carretera.
Un paraje de Olloqui batido por el sol que asomaba con fuerza por encima del
Monte Urbi con un cielo alto y fuerte calor. Siempre se había preguntado Jorge
cómo terminaría la historia de su vida. Bueno, pues, ése fue el último
capítulo: a los 19 años en una mañana de San Fermín.
La doctora
Esther Aspiazu Zubizarreta dejó escrito en su informe como médico forense: “Se
toma muestra de sangre y se envía al Servicio de Bioquímica del Hospital de
Navarra para determinación de alcoholemia y la cifra de alcohol en sangre es
0,39 gr./l., lo cual debe considerarse insignificante”. Tras pasar toda la
noche disfrutando de las fiestas de San Fermín había dado en el control el
equivalente a un botellín de cerveza. Jorge amaba la vida y le gustaba jugar
con la muerte en todas sus manifestaciones deportivas, pues no le tenía miedo
al miedo.
“La
dignidad que buscamos en la muerte hemos de hallarla en el arte de vivir una
existencia lo más plena posible. La muerte de cada uno de nosotros será tan
singular como el propio rostro que mostramos al mundo a lo largo de nuestra
vida”, leía en “Reflexiones sobre el
último capítulo de la vida” de
Sherwin B. Nuland. José Mª Iribarren lo dejó escrito: “Los Sanfermines tienen tantas facetas:
dramáticas, festivas, callejeras, musicales, taurinas...”
En este pentagrama sanferminero, la melodía no podía
ser más desgarradora y brutal en plena fiesta: la existencia de Jorge había
sido plena de felicidad hasta ese momento. Llevaba la felicidad en el rostro
hasta su posible error con la motocicleta. Los errores hieren, el último mata.
Atrás quedaba su gran ilusión: el puesto de trabajo que
se había ganado a pulso en la empresa Lucas Girling y que le había ayudado a
realizarse como un joven maduro. Había superado el gran escollo de merecer un
trabajo acorde con su formación profesional en Salesianos.
Su pandilla de amigos, que habían desayunado con él
como todos los días en Villava no podían creerse el trágico suceso. “Jorge estaba feliz porque con su trabajo
era un privilegiado. Nos había invitado a todos, se despidió de las fiestas
diciendo que se iba a dormir porque esa noche entraba a trabajar y no pensaba
subir más a Sanfermines, pues había disfrutado como nunca eso cuatro días”.
La vida de Jorge, como la de tantos de su edad, ha
sido una carrera de obstáculos como la del encierro hasta superar el callejón
peligroso de la adolescencia. Jorge amaba su libertad, le gustaba ser él . Por
eso escogió ser libre. Yo le había hecho un pulso muy fuerte y era el momento
en que había sonado el cohete de entrada de los toros en el corral de la plaza.
Había llegado a feliz término. Empezábamos a ser buenos amigos.
Ser padre y ejercer como tal es razón suficiente
para encontrarle sentido a la vida y ser feliz. Como se quiere a un hijo no se
puede querer más.
Tan necesario como el pan, voy a echar en falta el
pan de su amor, del cariño, de su compañía, del diálogo constante padre-hijo...
Todo esto lo he hablado durante muchas horas con sus
amigos, la cuadrilla del monopatín, de melena larga y corazón de oro.
Les he contado una historia china. De un anciano
labrador que tenía un viejo caballo para cultivar sus campos. Un día, el
caballo escapó a las montañas. Cuando los vecinos del anciano labrador se
acercaban para condolerse con él y lamentar su desgracia, el labrador replicó: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe?.
Una semana después, el caballo volvió de las montañas trayendo consigo una
manada de caballos. Entonces los vecinos felicitaron al labrador por su buena
suerte. Éste les respondió: “¿Buena
suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?”. Cuando el hijo del labrador intentó
domar uno de aquellos caballos salvajes, cayó y se rompió una pierna. Todo el
mundo consideró esto como una desgracia. No así el labrador, quien se limitó a
decir: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte?
¿Quién sabe?”. Una semana más tarde, el ejército entró en el poblado y
fueron reclutados todos los jóvenes que se encontraban en buenas condiciones.
Cuando vieron al hijo del labrador con la pierna rota le dejaron tranquilo.
¿Había sido buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?
Voy a dejar a Dios decidir lo que es buena suerte y
mala suerte en este trance tan amargo de estas fiestas y agradecerle esos 19
años que me ha dado de compañía de mi hijo Jorge, que se nos ha ido con el
pañuelico rojo al cuello, faja en la cintura, camiseta y pantalón blanco y que
se conviertan en bien para los que tanto le amábamos. Entonces compartiré en
algo aquella visión mística de Juliana de Norwich de quien es la afirmación
hermosa y consoladora: “Y todo estará
bien, todo género de cosas estará bien”. Aunque nos desgarre el alma.
Me viene a la mente el libro de Ernest Hemingway “Muerte en la tarde”. En este caso sería
“Muerte en una mañana de Sanfermines”.
El famoso escritor de la literatura norteamericana cuenta sus vivencias de la
fiesta navarra y, tras 250 páginas, termina con “todo esto no es suficiente para formar un libro, pero tenía que contar
algunas cosas, aunque queden todavía muchas cosas vividas para contar”.
Algún día escribiré yo también del chupinazo de San
Fermín 1995, cuando el concejal José Javier Echeverría prendió la mecha del
cohete que hizo vibrar y brincar a Jorge latiendo por sus venas su sangre
joven, del baile nocturno de Antoniutti, de su última ronda en el Casco Viejo
con la cuadrilla del “skate y snowboard”
(monopatín y esquí), de su despedida de las barracas, su cornada moral por el
sueño, mucho más profunda que la de Alfonso Sola, el herido grave de ese mismo
día 10 en el cuello en la bajadica del callejón por el toro de “Cebada” Sabedorito.
Algún día
escribiré por qué estuvieron dándole el último adiós los Alcaldes de Pamplona,
saliente y entrante, Alfredo Jaime y Javier Chourraut, el Presidente del
Gobierno de Navarra Juan Cruz Alli, el Director de Deporte y Juventud José Luis
Díez o el Consejero de Educación Javier Marcotegui, directivos y jugadores de
Osasuna... con una asistencia en Huarte a los funerales como no recuerdan ni
los más mayores del lugar.
“Los Sanfermines son fiestas capaces de mirar a
un tiempo la luz incipiente de los anhelos y las oscuras desesperanzas del
poniente”, comentaba el escritor
navarro Jesús Carlos Gómez Martínez. Y añadía: “Los Sanfermines
también son un reto”. En el caso
de Jorge: un reto de juventud.
El Premio
Nobel Ernest Hemingway confesaba también en uno de sus últimos viajes a
Pamplona que “uno no es como acaba sino como fue en el mejor momento
de su vida”. Pero como decía Gómez
Martínez en sus estampas literarias de la fiesta navarra “Los
Sanfermines, como los buenos toreros y los grandes amores, terminan siempre
demasiado pronto”.
El
camposanto de Huarte se quedó pálido, triste, en esa impresionante soledad en
que quedan las plazas de toros después de la corrida con el redondel que señala
el arrastre del último toro en la arena.
Porque se
puede morir también como el joven huartearra Jorge o como el universitario
norteamericano Mattev Peter Tasio: de ilusión, de ganas de gozar la fiesta.
Porque la tragedia forma parte de la esencia de los Sanfermines. Unos”Sanfermines
forever”, como rezaba la leyenda
de la corona de flores comprada por los amigos de Jorge, que envolvía el
féretro, que contenía su cuerpo joven, atlético, vestido de pamplonica. Abatido
por una mala cornada, presa de una cogida fatal. Justo a media mañana. Cuando
salían las charangas de música de la Plaza Consistorial, Plaza San Francisco y
Recoletas. Cuando la banda municipal de Valtierra daba un concierto en los
Jardines de la Taconera y los Hermanos Anoz animaban el festival de Jotas en la
Plaza de los Burgos.
La villa de
Huarte, en el punto culminante de la fiesta, se quedó paralizada por el triste
suceso. Mientras, en Pamplona, a seis escasos kilómetros, sonaban las chundas y
bombos en un estallido de música y de color. El pueblo cebollero quedó
dramatizado por la lívida lumbre del crepúsculo y los chillidos de unos pájaros
que rayaban de rúbricas el aire.
Los
Sanfermines son siempre una sinfonía de contrastes. Dentro de estas enormes
paradojas de la fiesta navarra, podemos apuntar una más: tres de los
concelebrantes en el último adiós a Jorge, aún tuvieron tiempo de llegar al
tercer toro de Sepúlveda, con divisa verde y grana, que le tocó en suerte al
diestro Pedrito de Portugal, que formaba terna con José Mª Manzanares y Jesulín
de Ubrique.
Uno de los
amigos de Jorge, Alberto Delgado, con un nudo en la garganta y con lágrimas de
emoción contenida, susurró a modo de despedida: “Jorge siempre fue un
gran amigo. Hemos estado unidos en estos Sanfermines y juntos formábamos
nuestra segunda familia. En la pandilla le echaremos mucho de menos ya que su
marcha, en plenas fiestas, ha dejado un hueco que nunca se podrá llenar por lo
mucho que le apreciábamos. Jorge siempre estará en nuestros corazones alegre,
inquieto, con unas enormes ganas de vivir. En él se entremezclaban la pasión
por el deporte, el gusto por la naturaleza y el alma de aventurero. Se ha ido
vestido de pamplonica. Su recuerdo, su última imagen de felicidad, seguirán
siendo nuestra inspiración”.
Jorge amaba
la vida y le gustaba jugar con la muerte en todas sus vivencias juveniles. Por
eso quiso celebrar su fin de la adolescencia en una noche de Sanfermines. Como
el norteamericano Matthev Peter Tasio eligió los Sanfermines para festejar su
licenciatura.
La rosa más
bella de mi vida me la arrancó la muerte.
Jorge
forever. Sanfermines para siempre.
(Este Reportaje fue escrito en el mes de Julio
de 1995 y emitido en ONDA CERO RADIO el 29 de Septiembre de1995, como único
trabajo seleccionado del Congreso Periodístico Internacional “San Fermín” de
aquel año)
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